Que ya lo ves, no me queda nada más entre los dedos por mostrarte, ni rincones que destapar. No me queda más centímetros que desnudarme que arrancarme la piel a jirones. Me has hecho exponerme, me has hecho arrasar con los límites de lo moralmente correcto. Has provocado una necesidad de dependencia de la que no precisaba. Y qué. Ahora qué. Que si vas y vienes o has establecido círculos concéntricos que no admiten pisadas. Aún me quedan espacios que recorrerte, mil baldas de carne y hueso que analizar.
Que los mechones de tu pelo no se enredan más que mis ideas si apareces. Y si no apareces, no trataré de entender por qué nos hemos perdido, cómo hemos llegado hasta aquí. He lanzado mis maneras al vacío, apostar todo por nada, que lo llaman. Aún necesito la protección del silencio. De la descripción de silencio que siempre me das. Ni siquiera esos textos que te hacen levitar con su estudiada y elegante prosa consiguen levantarme un palmo del suelo, si acaso. Y que tu nombre nombre tenga más de cuatro vocales usa mi saliva para calarme si me da por nombrarte.
Ser el epicentro de todos mis temblores nunca fue la mejor de tus ideas, aún se me estremecen las piernas desde que te perdiste entre ellas para luego. Si sitúas la vasija encima de donde se abrirá el abismo, a la mierda, estamos perdidos. Ya no nos quedan más testimonios cuestionables que los que sembraron tus dudas.
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