Le regalábamos nuestras mañanas al colchón. Recuerdo que amanecía por el lado al que no daba la ventana de la habitación, y cuando a las doce se ponía sol en el punto más alto, empezabas a retozar y despertarte naturalmente con los primeros rayos que se colaban por entre las rendijas de aquellas viejas persianas. Yo aprovechaba cualquier ocasión para mirarte dormida y por ello intentaba despertarme siempre unos instantes antes que tú para observarte de cerca, con los ojos callados y la respiración apenas perceptible. Ya no usabas el mal humor que desprendías por las mañanas cuando te conocí por aquellos entonces. Pero es que era horroroso, parecías una niña pequeña que pataleaba y berreaba por cualquier chorrada. Cómo se notaba lo insegura que eras y el escudo que tratabas de reforzar continuamente con tus malas formas...
Ahora habías empezado a cuidarte la piel y a no saltarte horas de sueño, por lo que era abrir los párpados y provocar un estallido precioso de brillo saliendo de tus ojos. De persona sana y llena de vida hasta los huesos. (Me) sonreías y dejabas entrever tus dos filas de dientes tan bien alineados y blanquecinos. Me besabas la barbilla y con un par de dedos de tu mano derecha me acariciabas alrededor del ombligo y subías hasta las costillas por debajo de la camiseta. Delimitabas el contorno de mi ropa interior con la yema de tu dedo índice. Siempre pedías dormir al lado derecho, y que yo me colocara en el izquierdo, pues decías que así moveríamos el mundo. He de aclarar que me enamoré perdidamente de ti por la forma tan diferente, tan especial de pensar que tenías, por tus ocurrencias dispares. Porque no sé explicarlo bien, pero es como si hicieras de las ideas piezas de puzzle y pudieras alargar las horas pensando en todas las posibles combinaciones entre ellas hasta que alguna lograra convencerte. Al principio no terminaba de entender del todo tu forma de vida, el mundo interior que te habías creado dentro, ni siquiera las leyes que tenías que usar para gobernarte. Para gobernar tu rabia desatada cuando te empeñabas en no rendirte. Pero, de todo aquello, solo terminé por sacar en claro que quise quedarme y dedicar una vida a estudiar tu libro de instrucciones. Si es que alguna vez llegaste a tenerlo. No tardé demasiado (y si es relativo el matiz de "demasiado" entiéndase mucho más rápido de lo normal) en amoldarme a ti y querer más y más de todo lo que tenías para aportarle al mundo. Lo quería todo, y me hiciste volverme una egoísta en cuanto emocionalmente a ti se refiere el asunto, tanto que al final todo eso nos trajo un poco de cabeza; pero reconozco que supiste manejar la situación de forma inteligente y sacarnos del teje-maneje quebrado que estábamos formando.
Pues por todo ello me fascinaban esas frases ingeniosas que soltabas a bocajarro de vez en cuando. "Así movemos el mundo". Y te quedabas tan satisfecha y segura de ti misma cuando sentenciabas de esa forma.
Acabo de recordar aquel otoño que pasamos en el norte, de cuando nos escapamos pedaleando por primera vez hasta aquél pequeño pueblo de la costa gallega donde se encontraba, a pie de un acantilado, el faro más grande y majestuoso que hayamos visto jamás. Qué lejano queda todo eso, y lo largo que parecía el camino por allá entonces hasta llegar hasta aquí. A partir de ese día acostumbramos a ir más a menudo hasta aquel lugar y siempre, tras pasear bordeando la línea que podría separar la vida de la muerte, nos sentábamos al filo del abismo con los pies colgando hacia el vacío. Con todo el miedo que aquello conllevaba y todo el aporte de seguridad que nos proporcionábamos mutuamente, también. Estaría tranquila mientras permanecieras allí. Sí, eso pensaba. Cuál será la sensación de caer en picado sobre tales rocas puntiagudas donde el agua choca contra ellas a velocidades bestiales. ¿Un segundo?, ¿dos?. Cuánto tardaría en morir una persona cayendo desde esa brutal altura y contra aquel fondo devastador y pedregoso capaz de romperte en pedazos. El tiempo de desbordarse los pulmones de agua o que una gran masa de tierra y agua te arrastrara contra esas afiladas navajas de piedra a gran escala. Sé que en ocasiones cruzaban tu cabeza ráfagas pensantes de lanzarte hacia aquel infierno, porque, tras perder unos instantes tu mirada entre tanta ola y tanto azul, de repente solía venir tu mano tensa a buscar la mía, que descansaba ajena al momento sobre el borde de separación entre el todo y la nada, la vida y la muerte, lo azul y. Y apretabas bien fuerte. Y bien, ahí podíamos quedarnos durante horas, descubriendo de forma inconsciente que así era fácil reforzarse: a base de curarnos los miedos impropios.
Bien, pues aquel verano habíamos decidido tomárnoslo con calma, nos pedimos unas pequeñas vacaciones y alquilamos un diminuto apartamento de playa en la costa portuguesa. Había sido el peor invierno de nuestras vidas, con creces, sufrimos tanto pérdidas emocionales como materiales. Así que, en definitiva, fue un caos. Acabamos extasiadas y, por ello, pensamos que una retirada a tiempo siempre sería la mejor opción. El piso consistía, básicamente, en un módulo de habitación donde las únicas paredes allí presentes eran la que separaban el aseo del resto de "zonas", si es que podían considerarse como tal. Era muy pequeño y tenía un decorado precioso, pues cientos de elementos artesanales, cuadros y algunas plumas de diversas especies de aves se repartían por las paredes, dándole un toque poco convencional a todo lo que se encontraba allí dentro. Entrando por la puerta, apartada en una esquina de la habitación, encontrabas de frente una mínima sala-comedor-cocina, de estas con barra americana. Había un pequeño sofá con asientos extensibles a juego con un gran cojín de esos sobre los que puedes sentarte y se amoldan a tu figura. En el centro de la salita se situaba una pequeña mesa rectangular de centro para café; la misma en la que fuimos depositando las cientos de conchas que recogimos a lo largo de aquellas dos semanas en nuestros largos paseos por la playa. Tras la barra americana, una cristalera cubría todo el fondo existente del apartamento. Desde ahí podías vislumbrar el mar en todo su largo y ancho, tan espléndido, tan mágico. Tan abrumador. En mitad de la habitación había una cortina opaca que separaba lo que venía siendo la cocina, de la cama. Era corredera, de tal forma que si la abrías del todo, ampliabas el espacio e incluso tumbada desde la cama podías ver la televisión cómodamente. Las sábanas eran de un color blanco pálido, de seda. Todo allí dentro era blanco, sanador. Los pies de la cama apuntaban directamente hacia la misma cristalera que continuaba desde el fondo de la cocina. Justo delante de la misma nos colocaron una mesita de pie de mimbre para balcones. Allí te encantaba sentarte a tomar el café tras la siesta. Desde la cama podías observar el paisaje: una capa de árboles frondosos tapaban la parte inferior y encima de los mismos, la larguísima línea que conforma el horizonte cruzaba estoicamente todo el ancho de la cristalera. Era tan precioso mirar ese espectáculo de color que juraría que, de no haber sido porque le restaría todo sentido a la ciencia, podría haber curado a cualquier persona en fase terminal con haberse permitido echar un único vistazo. Y sí, así fue, aquel lugar resultó ser nuestra cura, lo que extirpó que cada día creaba más distancia entre tú y yo, entre mis dedos y tu piel.
Una mañana lograste despertar antes que yo y, cuando abrí los ojos, te arrodillaste junto a mi cuerpo tendido en todo su largo boca abajo en la cama. Con las piernas flexionadas hacia un lado y los pies descalzos. Vestías un bonito vestido blanco casi transparente que insinuaba tus curvas y pliegues por todo el contorno de tu figura. Tu largo pelo negro caía por uno de tus hombros hasta la altura de tu pecho. Si ya de por sí lo llevabas siempre tan bien peinado, entonces parecía que hubiese sido perfectamente colocado a propósito por un ángel, por lo menos. Llevabas las uñas cuidadosamente pintadas de rojo y con tus finos dedos, y reclinada ligeramente sobre mi espalda, jugabas a unir lunares formando triángulos escalenos deslizando tu yema de esquina a esquina por cada tramo de piel...
Una mañana lograste despertar antes que yo y, cuando abrí los ojos, te arrodillaste junto a mi cuerpo tendido en todo su largo boca abajo en la cama. Con las piernas flexionadas hacia un lado y los pies descalzos. Vestías un bonito vestido blanco casi transparente que insinuaba tus curvas y pliegues por todo el contorno de tu figura. Tu largo pelo negro caía por uno de tus hombros hasta la altura de tu pecho. Si ya de por sí lo llevabas siempre tan bien peinado, entonces parecía que hubiese sido perfectamente colocado a propósito por un ángel, por lo menos. Llevabas las uñas cuidadosamente pintadas de rojo y con tus finos dedos, y reclinada ligeramente sobre mi espalda, jugabas a unir lunares formando triángulos escalenos deslizando tu yema de esquina a esquina por cada tramo de piel...
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