08 agosto 2011



Desde mucho antes de que nuestra propia existencia se torne y se cumpla material ya es acto obligatorio el inculcarnos ciertas normas, una sucesiva serie de leyes morales y/o de comportamiento que, teóricamente y con el tiempo, habrían de culminar conformando nuestro dogma particular de la ciencia de la vida. Nos marcan unos límites de convivencia que debemos acatar sin excepciones, y establecen bien clara la frontera que justifica la diferencia entre lo moralmente correcto y lo moralmente correcto pero al revés. Nos hacen creer que siguiendo el buen camino es la única forma de ir sobreviviendo hasta llegar al final. Se equivocan.

Creo que, desde que tengo uso de razón, he ignorado por completo esta manera de. Soy de la opinión de que, para encontrarse, primero hay que perderse. Y cómo saber perderse, principalmente. Para poder entender lo verdaderamente importante hay que testar primero el caos, aprender a querer rechazarlo ("La única forma de comprender el caos es perderse en él, volverse caótico también", -como dijo un grande-...); fijarnos con detalle en cosas presuntamente etéreas en las que la gente normal apenas posaría siquiera la vista. Así, y sólo así, podríamos aprender quizás a percatarnos de lo que nos rodea y, lo más importante aún: conocernos a nosotros mismos. Un nivel superior en la escala del conocimiento.

Sí, tenemos el valor de la palabra, un aporte minucioso y elaborado de sabiduría venidera de mano de aquellos que se encuentran por encima de nosotros (de forma mandataria, quiero decir), y su eterna dedicación invertida en nuestra correcta asimilación de los conceptos. Pero, ¿y la experiencia?. Dónde queda su valor. Que sí, sabemos a rajatabla qué se considera error y qué posible acierto; podría enumerar y no detenerme jamás desacertadas actitudes ante cientos de situaciones. Pero, en realidad, lo que creo es que hay que llegar aún más lejos de todo eso. Aplicar ensayo-error en la suma infinita de las partes que conforman la vida diaria.

Para entender el valor de ser, del propio concepto particular de lo moralmente correcto, hay que dejarse atrapar hasta por los más profundos y siniestros ápices temperamentales. Brutales, devastadores e inhumanos sentimientos que usurpen agitando violentamente cada gota de sangre que circula por el interior de nuestras venas. Hay que sufrir el dolor arraigado en la carne propia, un daño abrasador que se deslice y pegue sin escrúpulos en el pensamiento, de la misma forma que el músculo al hueso o la sanguijuela a la piel. Morir primero para aprender el valor de la existencia, del estar aquí presente. Cruzar, sin pestañear apenas, amplios abismos de incertidumbre e imparables actitudes destructivas y disruptivas que han de apoderarse de cada tramo de . Notar cómo palpita bien dentro cada partícula de materia inmunda tratando de aliviar una sed imparable de odio extrínseco. Y alimentarlo de mentiras hasta convertirlo en un brutal monstruo protagonista de toda realidad materializada. Sentir el desprecio untado sobre uno mismo, dejar que la fobia social desgarre tus entrañas con sus afiladas garras hirientes, aportando daño como si arma de doble filo se tratase; y todo ello para poder acabar finalmente rechazando toda negatividad desde dentro, asumiendo el querer desquitarse de todo lo ajeno al curso normal de las circunstancias, del como debía haber sido desde un principio. Despojo de un tumor sensorial o masturbación emocional, encuadre de nuevos límites. Desmantelamiento final de una nube clandestina que se posa ante una realidad sufrida de ceguera virtual.

Lo único que a uno le queda plantearse después de todo esto es si merecía la pena dar tanto rodeo para hacer tales descubrimientos, si no hubiese sido más fácil asumir aquello con lo que tratan de convencernos desde el comienzo de los comienzos. Pero así, tras experimentar y sufrir el castigo del asco deslizándose por dentro, la certeza alcanza una duplicidad severa. Habremos conseguido la palabra sumada al voluptuoso e inintercambiable valor de la experiencia; algo insuplible.

Bajar a los arsenales del menosprecio para asistir protagonista a una batalla interna que ya nunca podrán rebatirnos, ni bajo prolija unanimidad. Alguien que aprende a caer y a levantarse ileso contando con su propia vivencia, no se desgastará jamás ante la temible idea de volver a despeñarse.


En ocasiones, no tengo más remedio que tender a preguntarme qué fue lo que falló conmigo.

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