18 octubre 2011

Smells like a cancer grows.

450 gramos. Eso era lo que pesaba el implante que tuvo que rellenar aquél vacío carnal que dejó el muy cabrón. Suerte o casualidad. Aquella conversación telefónica que comenzó sin trasfondo ni temática organizada desveló el comienzo de lo que vendría a continuación y que marcaría nuestras vidas con la misma discontinuidad que el contorno de una huella imborrable: una función a la que sin más remedio debimos asistir protagonistas, fuimos el elenco de una obra cuyo guión parecía no reservarse ni un ligero espacio ante la posibilidad de cambio. Se avistaba un final de terror insostenible. 


Una palpitación, un gesto insignificante. Infinidad de veces he soñado con sus manos de marfil tibio acariciando sus senos, sosteniendo la respiración y los labios entrecerrados conteniendo el miedo. Los dedos agrietados deslizándose concienzudamente por la superficie curvada de su pecho. Sus yemas surcando el borde rugoso de su cumbre. Maldita semana de incertidumbre y espera. No me gustan los hospitales, siempre lo he dicho. Creo que los hospitales son como los aeropuertos: que apareces en ellos y en ellos te volatilizas (vale, sí, es una comparación demasiado forzada: la linea temporal no es nada equiparable). Batas blancas y guantes de latex, ese olor a envasado al vacío. La Capitana nunca quiso que tuviéramos que presenciar todo aquello más de lo necesario, pero sigo teniendo más que grabado en el recuerdo cientas de imágenes de desconsuelo. No olvidaré nunca el dibujo que calqué de mi carpeta el día de mi décimo cumpleaños sentada en aquella cama con las letras del nombre de la clínica impresas sobre las tan usadas sábanas. Era un regalo para ella. El día de mi décimo cumpleaños, sí.


Mirada de consuelo de médicos con pupilas bañadas en color fuego azul pacificador. Nos tiramos todos de cabeza, pero aunque nos creíamos tan juntos jamás habíamos estado tan distanciados. Y con esto no me refiero a físicamente (aunque bueno, el Sargento fue quién se encargó de esta parte). Cuál fue el punto de inflexión en que entró en juego el fallo y nos pilló con la sorpresa desnuda.


Fue inútil tanto sufrimiento. Y esto último es una pregunta, pero me niego a ponerle exclamaciones porque quiero, o al menos me gustaría, que encierre parte de afirmación.
Solía dormir la siesta acurrucada a sus pies. O detrás de ella mientras mis pequeños brazos ingenuos la abrazaban con una intuición desoladora. Desconocía casi por completo la fragilidad de todo lo que estaba ocurriendo entonces, pero no pasó mucho más tiempo hasta que mi curiosidad innata me llevó a querer saber más de la cuenta. Marcaba mi respiración acompasada por la tranquilidad del descanso sobre su nuca, sobre esa frontera entre el comienzo del valle de su invisible cabellera y lo virgen de su cuello. Durante un tiempo fuimos como aquellos valientes que aprenden a pisar por encima del miedo. 
Su pelo volvió a crecer, rizado y muy fuerte, lástima que ocurriera lo contrario con nuestro avance emocional: linealmente continuo y desgastado.


Fuimos un silencio a cuatro voces.
(...)

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