Iba con mucha seguridad. Hacía mucho tiempo que no
volvía a aquellas calles y no habían sido unas semanas buenas. Valientes sí,
pero horribles a rabiar. No quería pensar en nadie más que en mí. En el daño
que me hacía sin cesar ni darme cuenta y sobretodo en el daño que quedaba por
llegar. En ese momento solo quería encerrarme en las palabras y las hojas
tintadas.
Siempre hay mucha gente por las calles del centro. No
sé, las personas van y vienen y les importa de verdad una mierda lo que tengas
aquí adentro.
Me siento tremendamente sola, en este instante, ahora.
Pedaleo un poco más fuerte y dejo a mis pies desmayarse sobre los pedales. Me
recoloco la mochila sobre los hombros, miro fijamente a la gente que pasa,
apartan la mirada, vuelvo a colocarme la mochila, tiro el cigarrillo a una
alcantarilla y se cuela entre las rendijas, sigo pedaleando en modo automático
sin poner mucha atención a lo que hago, hace calor y me mareo un poco, estoy
pero sin estar, pero sigo mirando a mi alrededor a través del filtro de mis
gafas de sol como si todo fuera desconocido, como si tratara de renovar el
recuerdo ya existente, suave, la música sigue retumbando en mis oídos. Quiero
mirar como si todo fuera frágil. Como de cristal. Quiero dejar entrar torrentes
de belleza delicada por el iris. Sigo pedaleando y si no acabo desmayándome es
porque quizás recuerde tanta intensidad de alguna experiencia didáctica
anterior. De algún libro, quizás. Me cae una gota en el brazo…
Me parece precioso cuando la camiseta se desliza hacia
un lado y me deja algún hombro desnudo. Caigo sin sorprenderme demasiado en la
palidez de mi piel. Me veo reflejada en algún escaparate casi por casualidad.
Sonrío de medio lado a mi yo del otro lado del cristal. El cristal del
escaparate, no de toda la fragilidad de la que hablaba antes. Vuelvo a subirme
la camiseta. ¿Le parecerá bonito a alguien? Es algo que imagino siempre. Me
pregunto si alguien sufrirá una ínfima crisis nerviosa si se da cuenta del
detalle y nota como algo por dentro le sube hacia arriba. Si alguien pensará en
deslizar el dedo por el hombro siguiendo el contorno de la tiranta bordada del
sujetador hacia abajo despacio. En acariciarme la piel a besos y decirme estoy
leyendo tus palabras en el braille de los labios.
A veces creo encontrar sonrisas perfectas y me sube un
cosquilleo desde la garganta al corazón. De placer visual. No suelo buscar
casualidades cuando voy al supermercado o subo hasta la tercera planta de la
facultad. Al menos no muchas más de las que soy consciente me puedo llegar a
encontrar. No busco casualidades tampoco cuando me adentro hasta el final de la
librería. Hasta la sección de novela negra, thriller e intriga. Echar de menos
y leer a la vez me resulta imposible, me ahoga.
Sigo pedaleando con un destino fijo: esa meca
literaria que supone todo ese conjunto de estanterías repletas de libros
desordenados, donde el mundo pierde sentido y en ocasiones encuentro pedazos de
papel con retazos de vida escritos con distintos matices entre las páginas de
los libros. Encuentro la felicidad entre todas historias de locuras, mentiras,
amores, desencuentros. En qué otra cosa podría haber estado pensando en
cualquier otro momento, allí es absurdo querer otra cosa que no sea perderse en
la espiral, perderse en las letras, olvidarse de las casualidades, de las
causalidades y del destino forzado, la vida es tumbarse a beberse esas
historias y leerse las palabras y las mentiras, y dejar, por un rato de alivio,
de escucharlas.
Me detengo medio minuto en plena mitad
de aquella calle de acera estrecha, acabo de decidir en este instante el final
que quiero para todo esto. Voy a permitirme derramar un par de lágrimas por
aquellas semanas dañinas y voy a volver a ser yo. Me olvidaré de esto como el
que se olvida de lo que comió hace tres días. Me enciendo otro cigarrillo y me
dispongo a seguir mi camino.
Sorpresa la mía cuando te veo cruzar la
esquina de enfrente y apareces delante de mí. Te detienes, me sonríes y te
acercas despacio y alegremente a saludarme.
(...)
Te conocí con gafas de sol y una camiseta gris
de tirantes que te dejaba al descubierto las clavículas. Me dijiste
te invito a desayunar las mejores tostadas de tu vida. Me hablabas sobre música
y mil cosas más a las que yo verdaderamente no prestaba mucha atención. Solo
cabían en mi cabeza las despedidas y la putada que arrastran las distancias.
Del abrazo de hacía diez minutos que aún parecía abrigarme y con cuyo recuerdo
habría de quedarme durante 365 días más. Me contabas cosas del trabajo, de tu
jefe, de una tal bicicleta a piñón fijo de tu padre que querrías arreglar pero
nunca te ponías a ello. Relatabas cosas de festivales de verano y de masas de
gente y alcohol y de toda la droga que se consume en ellos y grupos que nunca
llegaste a ver y eran tu oportunidad de vida. Nombrabas a mucha gente que creía
conocer de oídas pero que en el fondo me daban igual. Hablabas de risas y de
pasarlo brutal. Yo solo buscaba con mi mente el sofá y encerrarme introspectiva
un par de días. Me dijiste "te dije que acabarías durmiendo allí, te
estuve llamando por si te apetecía...". No, es que no quería ir a
buscarte. Y, en caso de haberlo hecho, habría sido porque tenía ganas de
reclamar un buenas noches antes de dormir.
Me fijé en tus piernas, firmes y teñidas de todo el
moreno posible que el recién comenzado verano nos podía haber dejado entonces.
Me gustaban tus piernas, o eso creo. Tus manos también. Pero, como siempre me
fijo en las manos y en las piernas, eso a mis ojos tampoco te sumaba demasiado.
A mitad del café pediste otro y dejaste el primero a medias. Si se enfría un
poco ya no me gusta, me dices. Salimos a fumar un cigarro, me cuentas que es tu
sitio preferido para desayunar, me hablas de los objetos que hay colgados por
las paredes, me das una explicación al por qué de todo lo habido y por haber
allí dentro. Hablas de trabajo otra vez y me dices que me quede a comer que me
invitas. Rechacé la propuesta. No quería invitaciones, no quería compañía.
Reconozco mi error de no caer entonces en que la que precisaba compañía eras
tú. Te ríes de mis gafas de sol y me dices venga anda que te invito a una
cerveza. Terminaron siendo tres. Acabé conociendo a no sé quién de tu familia.
Me sentía incómoda porque no tenía necesidad alguna de estar allí. Querías que
me quedara y yo solo quería escaparme. Nos rebatimos los comentarios, me río,
te ríes, nos despedimos y cuando giro la esquina ya apenas pienso en todo lo
que hemos hecho un rato antes. No me interesabas. Pero empezaron a nacer
casualidades por todas partes.
Dejé que me conocieras porque estuve dos semanas
reflexionando y encontré la calma interior. Me dijiste haré que te olvides. Y
entonces te dejé llamarme, traté de relajar esa tensión. Fueron fallidos todos
los intentos. Quisiste venir a verme y yo no te contesté. Te lo puse difícil y
sólo alimentaba tus ganas e interés. Te permitías hablar de mi cuerpo y yo
sentía que tratabas de apoderarte de algo que no te correspondía. Aunque lo
consentía quizás porque me cuidabas en parte, tenías un ligero ápice de dulzura
escondido entre tanto incordio. Bromeabas y te reías conmigo y no de mí. Tienes
el don de la palabra y conseguiste hacer que estuviera pendiente de tus movimientos. Te advertí de que yo no era yo, aunque siguiera manteniendo
esa maldita costumbre de querer cuidar y prestar atención a la gente. Yo sentía
la liberación de la tristeza que me mordía el hambre con el paso de los días.
Una noche te despediste antes de ir a dormir y sonreí. Sonreí de verdad, me
gustó aquello. Te dejé entrar un poco más en mi cabeza. Ligeramente, apenas
perceptible. A los días inventamos planes de escapadas que no llegaríamos a
hacer. O tal vez sí. Quisiste venir a verme otra vez y te dejé. Nos hicimos
compañía, eras una cómoda desconocida, tengo que reconocerlo. Te acompañé a
casa, me quedé contigo. Hicimos acampada en el sofá y dejé que te apoderaras de
mi cuerpo. Te dejé que me hicieras el amor. Me costó esfuerzos enormes cerrar
paso del todo a lo anterior. Te dejé estar, unas semanas solo, hasta que todo
mejore del todo, me prometí. Acabamos perdiéndonos cuando no hacías otra cosa
que hablar de mí con todos los que hablabas y se supo que empezamos a hacernos
compañía a menudo...
No quería que me tocaras, ni que me rozaras siquiera.
Únicamente quería verte tumbada ahí al lado haciéndome si era posible más
liviana la soledad. No necesitaba derramarme en tus caderas, y si me tumbaba
encima de ti era para sentir debajo y no encima todo el peso de la derrota que
aún me seguía machacando. Yo no quería llamadas, no quería atención, no
precisaba de tus besos. Me llamabas, me prestabas atención, me reclamabas los
besos. Yo escapaba, salía de tu casa y corría. No quería estar allí, no me
gustaba. Lo hacía por buscar una vía de escape. Cual de aquellos dos cuerpos
estaba más perdido y destrozado. Me acostumbré a que estuvieras, me acostumbré
a la comodidad de tu vientre en mi espalda. A tu respiración en la nuca. No
quise llegar a necesitarlo, solo hacerlo parte de mi día a día como método de
supervivencia. Unas semanas, como me prometí. No me di cuenta de que estabas
echando raíces, y cuando conseguí desprender la tristeza tú te quedaste enquistada
en alguna parte. Te pregunté por qué lo haces, por qué me tratas así, sin
conocerme. No respondiste de forma convincente. Te dejé estar, te dejé
acomodarte en mi presencia hasta que un día y casi sin darme cuenta yo ya me
había acomodado en la tuya. Te acompañaba, me cuidabas, te cuidaba, te invitaba
a cenar, me traías un café por las tardes. Me llamabas, tenías detalles. Me
interesé por ti porque es lo que suele hacer la gente que trata de mantener
cierto trato, por simple modusoperandis.
No caí en la cuenta de que empezabas a quedarte con las cosas malas de mí y no
parecías tener intención de aplicarme el filtro de las cosas que me interesaban
y quedarte con ellas. Fumábamos demasiado creo.
Nos hicimos demasiada compañía. De repente un día dejaste de ser. Algo se te debió
romper dentro y ya nunca volvería a recomponerse. Me dio miedo, lo prometo. No
por ti, sino por esa sensación de abandono que me lleva persiguiendo toda la
vida y creía ya extinguida. Maldita sea. Volvía a hacer acto de presencia
metida en tu cuerpo. Me metiste en tu vida casi forzando. No hiciste ademán
siquiera de asomarte en la mía. No podía permitirlo así que me esforcé, te cuidé, te
conté cosas, compartí, tuve detalles, te llamé, te acompañé, te visité, te
hice el amor con ganas.
Cambiamos totalmente el sentido de la situación como el que le da la vuelta a
una tortilla o como el que se pega un revolcón. Dejaste de buscar tumbarte
encima de mí. Dejamos de hacer el amor. Dejaste de llamarme. Esperé, esperé.
Insistí. Volvías a veces. Pensé mucho, lloré, te reíste, me hiciste daño. Me
hiciste querer intentarlo porque siempre he sido una luchadora. Venías a veces.
Me buscabas y cuando te dejaba encontrarme salías corriendo. Llamé, no
respondiste, te busqué, viniste a regañadientes. Te abracé, me apartaste a
empujones. Te escapabas, te resbalabas de entre mis brazos cuando solo
intentaba regresar al punto de partida. Escapabas, escapabas, escapabas...
Hablaste de mis ojos y de la profundidad con la que miro. Dejaste de fijarte,
dejaste de cuidarme. Me dejaste colgando, tú que dijiste que me harías olvidar.
Dormías entre mis brazos a veces. Otras no. Fue tu espalda la que se acomodó en
mi vientre. Nos enfadamos. Discutimos. Nos besamos después, volvimos a hacer el
amor con ganas. Desapareciste varios días, me hiciste desesperar. Nunca tenías
la respuesta que esperaba de ti. Nos rompimos, nos rompimos. Nos escudamos en
no ser para no tener que hacer. Nos besamos, bajaste de aquel taxi y aquella
noche no dormiste en casa. Nunca más. Dejé de desayunar por las mañanas en el
sofá con la estufa y la manta. Cambié todo de sitio. Traté de olvidar tu
presencia, casi lo conseguí. Esperé, esperé. Y me he pasado los últimos meses
esperando algo que nunca tuvo intención de llegar. Me enfadé, lloré, te grité,
te dije muchísimas cosas feas que no debía pero tenía necesidad. Te fuiste, te
fuiste tal y como llegaste. Te odié, te quise un poco después y me arañaste
dentro. Eras sumamente fría, tanta ausencia de calor no entraba en mi
capacidad de comprensión.
Giré por si acaso otra vez aquella esquina con la
bicicleta pero ya no apareciste con tus gafas de sol ni tus clavículas desnudas.
No me invitaste a desayunar ni me hablaste de música, decidiste cambiar de
camino. Dejaron de existir las casualidades. Dejamos de no ser para no estar
tampoco. Dejamos de tener vínculo de unión. Nos perdimos, se rompió. Se cerró
el círculo. "Ya no te debo nada que te vaya bien". Y me parece
sumamente triste. Yo no sé manejarme en estas situaciones.
Lo intenté, lo intenté aunque tú y yo nunca hayamos
tenido ningún fin, aunque pareciera que tratar de mantener aquello fuera inútil
porque no íbamos a ninguna parte. Aún así intenté cuidarte, descubrí que tenías un destrozo por dentro, supe que solo necesitarías mis abrazos hasta que
estuvieras bien. Estuve dispuesta a arriesgarme. No me culpes. Te he abrazado cada día aunque lo rechazaras, aprendí a apreciar las cosas que no me gustaban. Me metiste
a tirones y cuando te aburriste me echaste empujando. Quise llamarte
egoísta y mil cosas más, pero en lugar de eso trato de perdonar cada día.
No me culpes si toda esa paciencia aplicada ahora pasan factura, prometo que intento anular todo lo
malo. Solo réstate el frío cuando te
dirijas hacia mí.
Los dos mayores tiranos del mundo: la casualidad y el tiempo (Johann Herder)
ResponderEliminarPd: octubre, mes de la melancolía.
Qué grandeza.
ResponderEliminarExpulsada para siempre del Paraíso de su piel hacia lugares desconocidos, me acaban de apuntar con el revólver que empuña octubre. Desarmada y con mis manos en alto, espero el final o el principio de algo. Atrévete, dispara! Pues mi muerte, tan sólo será el tránsito para una nueva vida. Octubre, mes de la melancolía, añoranza de un tiempo perdido. Anhelo de lo que está por llegar.
ResponderEliminarPd: me has inspirado, te he leido por "casualidad" y no he podido resistir la tentación de escribirte.
Saludos!
Me alegro. Pues nada, espero expectante a que escribas de nuevo. Me gusta lo que cuentas.
ResponderEliminarTiene gracia, a la casualidad, siempre le es muy fácil encontrarme.
Pd: No estoy segura, pero creo que alguna vez hemos coincidido, aunque en ese momento no nos percataramos de nuestra existencia.
Un saludo octubre, mes de la melancolia.
¿Es tuyo el texto?Acabo de llegar aquí no se ni como y me he quedado atrapada.
ResponderEliminarEnhorabuena!
El tiempo se paró, siguiendo el impulso de unas tímidas miradas que se cruzaban en la noche. La casualidad ha vuelto a hacer de las suyas. Me hubiera gustado acercarme a ti, pero vuelvo a chocar contra los muros del miedo. Perdida en esta extraña sensación, tan sólo soy alguien que pide un minuto más e intenta engañar al tiempo, cosechando años de una larga espera.
ResponderEliminarPd: Soy la misma que te ha escrito los comentarios anónimos anteriores, no publiques esto, tan sólo quería saludarte y te propongo que continúes la historia, a ver qué tal sale ; )