Tengo las piernas llenas de heridas y golpes, como todos los comienzos de verano. Dos cicatrices en los tobillos persisten, de cuando fuimos a patinar y se me olvidaron los calcetines largos y me hice quemaduras. Menudo domingo tan pleno. El agua empieza a correr fría y decido apagar el grifo. Me sumo en el húmedo vacío que se ha formado en el baño. Mi cuello reposa sobre una toalla en el filo de la bañera. Empieza a invadirme ese miedo que últimamente me acompaña tanto a todas partes.
¿Existen realmente las causas perdidas?
Me hubiera gustado ser una de esas personas que han dedicado gran parte de su infancia a algo en particular. Por ejemplo, la gente que sabe tocar el piano, o cualquier otro instrumento. O las que se dedican a cualquier deporte de forma casi dictatorial. Ser de esas personas que las observas apenas unos segundos y ya podrías atreverte a decir que llegarán lejos. Yo estuve asistiendo a clases de pintura durante tres o cuatro años, desde los ocho hasta los doce, aproximadamente. Las paredes de mi casa las decoran los cuadros que hice durante aquel periodo de tiempo. Abandoné la práctica porque, sinceramente, empezó a parecerme algo impuesto. Todos los lunes de 17:00 a 19:30 horas. Sin exclusividad. A mí me gustaba garabatear las últimas hojas de los cuadernos, los blocs de cuadros, rayas, finas, gruesas, lisos, de papel reciclado, de cartulina, de colores, amarillos, de anillas, encuadernados, con agujeros de troquel, de folios, con márgenes y sin ellos, hojas con nombre de hoteles impresas, en las caras de atrás de papeles impresos. Las paredes, las manos, los pies, en el aire. Buscaba coincidencias en el gotelé de la pared de mi cama los sábados por la mañana. Sin orden, sin pautas, con pinceles o con las manos. A ojo, a tientas incluso. Le dije a la capitana que quería estudiar bellas artes y recibí como respuesta un no más grande que mi metro cincuenta de aquellos entonces. Lo abandoné, directamente. Pinté el último lienzo: una ventana con rejas y flores en el alféizar. Y casi se podría metaforizar diciendo que tiré mi futuro por ella. Mucha gente veía esos cuadros con firmas tan desiguales y desproporcionadas y tan impersonales aún y todos opinaban que debía continuar con la práctica. A la mierda. Ojalá pudiera explicar el miedo de plantarse delante de la hoja en blanco y la manía de comprar cuadernos y más cuadernos de forma obsesiva para terminar apilándolos con las entrañas vacías. Se me truncó la creatividad, se acobardó y se escondió en algún lugar aquí dentro desde donde de vez en cuando patalea y me araña. Si lo pienso me agobio y se acentúa el pinchazo en el costado. Me arde la cabeza, bombardean las ideas a matar, quiero estallar por dentro y expandir toda esta adrenalina condensada por el aire. Quiero acabar con este destrozo arraigado y renacerlo, volver a consolidar los pilares que.
Me zambullo por completo en el agua que me cubre hasta las rodillas flexionadas. Dejo que las gotas se cuelen entre los surcos de mis orejas. Escucho atentamente al silencio, le hago partícipe de mis pensamientos, se los regalo, le incluyo una posdata si hace falta y no admito recurso de reposición alguno. Quiero vaciarme por dentro, quiero dejar la mente en blanco y centrarme en el núcleo, en las entrañas que me mueven, buscar mi salvación, arropar mi propia causa perdida y buscarle un lugar donde explayarse. Quiero que se esfume el miedo, quiero volver a casa, quisiera no salir nunca de esta burbuja líquida que me envuelve como una manta. "El miedo es como una manta que...". Como dicen los poetas muertos. Quiero sonrisas perfectamente perfiladas, por favor. Una mano ajena que se pose en la frente y reste, aniquile, extorsione, desvanezca, evapore, o lo que quiera que sea, esta forma tan tirana de ver el mundo. ¿Es más feliz la gente que tiene los ojos azules o verde claro? Por eso de "ver la vida de otro color". Mira, yo no sé hasta qué punto tiene que ver el brillo y el color de unos ojos con la felicidad que alberga el cuerpo que los contiene. Ayer hablaba de este asunto con dos buenos amigos. Además, yo conozco a la persona más triste del mundo y tiene los ojos negros. No creo que sea simple coincidencia. No creo en las casualidades. O sí. Bueno, depende, según el día. Lo cierto es que nunca he sido de encasillarme, corremos peligro de ser excepcionales y de cometer errores de cálculo. Prefiero ligarme a una perfección relativa, la mía propia, y cincelarme cada segundo en ella. Por eso no acepto fallos, no me perdono errores propios, siempre clasificados por mi propio criterio de perfección/percepción, claro. Abro los ojos bajo el agua, escuece un poco. Salgo a la superficie, tengo ganas de vomitar las palabras. Esta es la segunda verborrea más absurda que me ha sucedido nunca, la reflexión menos pagana.
Voy a sentarme a garabatear un rato. Mi causa perdida.
Todos tenemos derecho al delirio.
La Ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia. (Edgar Allan Poe)
ResponderEliminarPd: saludos desde el anonimato.