Dices que te has teñido de un castaño cobrizo. Ahora usas vestidos y pantalones por encima de las rodillas. Que has cambiado tus zapatillas viejas por unas preciosas botas grises con hebillas. Vas andando como dando saltos por la calle e inspiras alegría. Lo exteriorizas. Que has cambiado los libros por cafés a las 4 de la tarde. Me han comentado que hasta conduces y que te has vuelto una persona serena, que eres responsable. Y eso que tú eras la más desequilibrada de las dos.
Usabas gafas porque te sentías protegida detrás de las monturas; ahora son un complemento del que a veces te gusta desprenderte. Fumabas todo el rato sin parar y nunca llevabas mechero encima. Buscabas casualidades, y ahora los domingos te acuestas a dormir antes de las doce. Descansas tus ocho horas reglamentarias y te ha desaparecido el semblante cansado que siempre tenías, y con él las ojeras.
Has dejado de comerte las uñas y ahora lucen rojas por completo y no con mordeduras de tener los dedos siempre dentro de la boca. Te pintas la raya del ojo y la repasas dos veces hasta que queda perfecta. Te maquillas y te echas sombra de ojos de un tono siempre un poco más claro del color de tus vestidos.
Dices que nada ha cambiado, y yo te enseño páginas de libros viejos, hojas donde escribíamos nuestros nombres y conversaciones imaginarias. "He dejado de escribir", me has dicho. Y yo de verdad que he sentido que se me clavaba algo debajo de las costillas y me impedía respirar con normalidad. Qué ha pasado aquí -he pensado automáticamente. Que has empezado otro camino y que no hay viaje de vuelta.
Y más claro, se suele decir Agua.
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