Hemos echado una buena noche jugando con tinta y agujas, te hubieras reído un buen rato al ver mi cara de sufrimiento tumbada en aquella cama. Existen pruebas. La chica del pelo de escarola va a hacer un montaje de vídeo, ¿sabes? Algún día te lo enseñaré. Luego fuimos a cenar y casi se podía masticar el silencio en la no-conversación a ratos. Pero te juro que se respiraba una comodidad plena. Aquello era estar en casa, no eran más necesarias las risas que las sonrisas de las que disponíamos, no eran necesarias apariencias. Nos queremos por lo que somos y no por lo que nos gustaría que fuéramos.
Estaría genial que me llamaras de repente como si nada hubiera cambiado y pudiera contarte que estuve toda la tarde mirando de reojo a la chica. Es preciosa, y me atrevería a decir que casi perfecta. Hacía meses, años, que nadie se entregaba de esa forma. No me refiero a nada material, sino más bien sensorial, eso se ve en la mirada. Me mira, me escucha, que no es lo mismo que ver y oír. Pues eso, que maldita sera mi autodestrucción. Ojalá tuviera valor para deshacerme de todo este desastre y pudiera agarrarla por la cintura y decirle: vente conmigo, quiero hacerte feliz. Ojalá el tiempo que tarde en recuperar las fuerzas no sea superior al que ella tarde en cansarse de fijarse en los detalles. Espero señales de tu parte, no puedes cerrar el año de esta forma. Agarra el maldito teléfono y grítame desesperada que es mi momento, que puedo tener con ella la historia que tú y yo nos merecíamos y nunca tuvimos, que es nuestra oportunidad, aunque sea en otro cuerpo y otros ojos y otro nombre. Que aproveche y sea feliz. Hazlo. Y hazme saber también que esto no es un pase directo a la felicidad absoluta, que aún me queda por calarme de toda esta tormenta que se me ha formado encima. Como realidades punzantes, un envasado de entrañas que cuelgan de un gancho de carnicería, dispuesto a subasta pública. Que le den a las relaciones (enfermizas), pero que ahora es lo que tengo que hacer. Tengo la completa felicidad delante de mis ojos.